martes, 5 de mayo de 2015

Percepcion

Freud

Seneca

Intuición

Piensen por un momento en todos los quehaceres cotidianos que realizan sin apenas prestar atención: caminar, conducir, darse una ducha… Guiados por un piloto automático, nos dejamos llevar, pues sabemos que el resultado de estas acciones suele ser bueno. ¿Alguien se ha preguntado quién demonios toma las riendas de estas acciones tan poco premeditadas?
gigerenzer
Quien me lo explicó a la perfección fue Gerd Gigerenzer. Este gran neurocientífico alemán me dejó claro que, aunque no seamos conscientes de ello, el cerebro no deja de inferir la realidad. Se la pasa haciendo conjeturas. Realiza cálculos en todo momento a partir de la información que le entra por los sentidos, y nos ahorra el trabajo de razonar cuanto hacemos. De no ser por ese cerebro inconsciente, deberíamos pensarlo todo y no haríamos nada.
Pero nuestra máquina de pensar entraña algo aún más fascinante: decide por nosotros. Y lo hace bastante bien. Gigerenzer ha constatado que suelen ser más acertadas las decisiones intuitivas que aquellas muy razonadas, cuyos pros y contras hemos balanceado con esmero. «Eduardo –me dijo–, no te engañes, tomamos mejores decisiones si tenemos en cuenta un buen argumento que si contemplamos diez no tan buenos».
Lo que me estaba diciendo es que, a veces, descartar parte de la información es bueno. Según él, las intuiciones son atajos a través de los cuales el cerebro decide más rápida y acertadamente. Es más, la mayoría de las decisiones importantes, como puede ser escoger pareja, las tomamos por esta vía intuitiva.
De no guiarnos por el instinto, para emparejarnos realizaríamos un cálculo de probabilidades más bien propio de la teoría económica, donde sopesaríamos todas las cualidades y perspectivas de futuro de todas las personas susceptibles de enzarzarse en un romance con nosotros. ¿Se imaginan? «Solamente he encontrado a uno que lo hizo así y era economista», me confesó Gigerenzer. «Ahora está divorciado».
¿Quién es?
Psicólogo. 67 años. Dirige el Instituto Max Planck de Desarrollo Humano, en Berlín. Experto en el estudio del riesgo y la toma de decisiones, ha publicado algunos libros de divulgación de entre los que destaca Gut Feelings, del 2007, traducido al español (Decisiones Instintivas) y a 17 idiomas más.
¿De dónde viene?
Bávaro de nacimiento, cuando era estudiante tocaba el banjo para ganar algún dinero. Tuvo que decidir entre la música o el mundo académico. Optó por lo segundo. Tomar esa decisión le enseñó que se puede calcular el riesgo de jugar a la ruleta, pero no de la vida real. Eso marcaría su carrera.
¿Qué ha aportado?
Ha conciliado la psicología humana con la teoría de la probabilidad para analizar con profundidad el riesgo o, en otras palabras, nuestra capacidad de decidir cuando la información es escasa o confusa, y ha constatado el enorme poder del instito ante estas situaciones.
La anécdota
Gigerenzer tocó en el grupo de dixieland –un tipo de jazz– que puso la banda sonora al primer anuncio del Volkswagen Golf. Dice que todo lo que ha conseguido en la vida se lo debe a su madre, que le inculcó «curiosidad, perseverancia y humor».

Educacion Emocional: Educar Buenas y Personas Adaptadas

Autor: Eduard Punset 2 marzo 2009
La irrupción paulatina de la ciencia en la cultura popular está dejando al descubierto las fechorías realizadas en nombre del pensamiento dogmático. Muchos lectores me han pedido que desvele una parcela importantísima de lo que está ocurriendo con la educación de la infancia.
La experimentación científica ha puesto de manifiesto que “a lo largo de la vida resultan esenciales una mayor autoestima, una mejor capacidad para gestionar las emociones perturbadoras, una mayor sensibilidad frente a las emociones de los demás y una mejor habilidad interpersonal; pero los cimientos de todas estas aptitudes se construyen en la infancia”. Son palabras de Daniel Goleman y Linda Lantieri, expertos en lo que ahora denominamos educación social y emocional. Otra manera de decir lo mismo es la llamada de algunos organismos internacionales para invertir recursos y esfuerzos en las técnicas del aprendizaje social y emocional: “Es el mejor atajo para que disminuya la violencia en las sociedades modernas”.
Se puede profundizar en el tema con Inteligencia emocional infantil y juvenil (Aguilar), librode Linda Lantieri. Repasando los ejercicios prácticos sugeridos allí, que ayudan a desarrollar la capacidad de atención y de concentración de niños y adolescentes, se constata el tremendo error cometido por los dos bandos, igualmente dogmáticos, del Gobierno y la oposición, en torno a la asignatura de educación para la ciudadanía.

No todo cabe en un test

Hace años pude conversar en la Universidad de Harvard con Howard Gardner. La verdad es que fuimos muy pocos los comentaristas que dimos importancia a su teoría de las inteligencias múltiples: uno podía ser muy malo en matemá- ticas, pero muy bueno en arte, o viceversa. Los psicólogos estaban inmersos entonces en un mundo totalmente distinto, dominado por la llamada psicología evolutiva o la economía de la elección racional. Todo era como más cuadradito, y tenía su razón de ser. Howard Gardner nos dijo, por primera vez, que no éramos iguales y que, por lo tanto, resultaba muy sospechoso medir a todo el mundo por el rasero del llamado cociente intelectual (CI). Él estaba convencido de que había un mínimo de siete inteligencias, aunque podían llegar incluso a once. ¿Cómo se pretendía que los psicólogos estadísticos pudieran evaluar por un único CI de todas las personas? Muy pocos le hicieron caso entonces, ocupados como se hallaban todos en identificar razones de tipo evolutivo para explicar los comportamientos de las personas. También estaban obsesionados por el poder de la mente racional, para saber distinguir el interés propio en función del que actuaban todos los licenciados en gestión empresarial. Me he alegrado de que el jurado del Premio Príncipe de Asturias se haya sumado a la visión mucho más aceptada ahora de que las cosas no son tan sencillas como parecen. La gran contribución de Gardner, con muchos años de antelación, fue no olvidarse del valor del multilateralismo en el análisis científico: rara vez una sola percepción puede describir un proceso o un objeto. La inteligencia, que la mayoría quería medir únicamente mediante una variable, resulta que es el fruto no solo de una causa evolutiva, sino también de factores neuronales, cognitivos, azarosos, ambientales y, en términos más generales, sociales. Fue el primer científico abierto al conocimiento de los demás; creía –sin ser consciente de ello– “que quienes más le habían enseñado eran los que menos sabían de lo suyo”. En esta especie de carrera centrada en la competitividad, en lugar de la búsqueda cooperativa, Gardner nunca olvidó el objetivo más ambicioso y general que debía perseguir la educación. En este sentido, su patrocinio del llamado GoodWork Project, con el psicólogo Mihály Csíkszentmihályi y el profesor de Educación William Damon, constituye una muestra de lo que le interesaba en su juventud, sin dejarle de preocupar en su madurez: la reforma del sistema educativo al que ahora dedica sus esfuerzos y prestigio. Cuando se haya dicho todo –si todavía queda algo por decir–, reaparecerá la verdadera estampa de la única revolución pendiente. Es inadmisible que durante los últimos cien años no hayamos aprendido casi nada de conceptos básicos como los de autoestima –imprescindible para lidiar con el vecino–, trabajo cooperativo –no solo competiNo todo cabe en un test tivo– y focalización de la atención. Como sugiere Gardner, debemos apostar con todas las de la ley por la educación personalizada: además de ser el corolario de la teoría de las inteligencias múltiples, ahora resulta factible porque la revolución digital ha abaratado los costes de la enseñanza adecuada a las características individuales de los alumnos. ¿Por qué no es inútil ensalzar la labor de investigadores y premiados como Gardner? Pues, sencillamente, porque ningún país saldrá perdiendo si aplica, o intenta difundir, métodos de análisis de los problemas sociales extremadamente complejos y superar así la tradicional simplicidad e ineficacia de aquellos que se basan en la división de la población en dos bandos: derechas e izquierdas. O de aquellos que supuestamente sabían lo que estaba ocurriendo y los que no sabían nada. e Nos dijo, por primera vez, que no éramos iguales y que resultaba muy sospechoso medir a todo el mundo por su cociente intelectual De quién hablamos: El psicólogo Howard Gardner (Scranton, EE UU, 1943) es profesor de la cátedra de Cognición y Educación John H. & Elisabeth A. Hobbs en la Universidad de Harvard. En su último libro, Verdad, belleza y bondad reformuladas (Editorial Paidós), describe el estado actual de esas virtudes y cómo enseñarlas. P

Animales sociales y emocionales

PUNSET: “LA INTRODUCCIÓN DEL APRENDIZAJE SOCIAL Y EMOCIONAL EN LA EDUCACIÓN NO PUEDE RETRASARSE NI UN AÑO MÁS”

22/09/2013 SERVIMEDIA
Eduardo Punset ha logrado fusionar la “aventura vital con los últimos descubrimientos de la ciencia” en su última novela ‘El sueño de Alicia’ en la que insiste en que “si nuestra realidad, nuestra conducta y nuestro aprendizaje está marcado por las emociones, darle una explicación científica a las mismas parece algo imprescindible para acercarnos a la verdad del ser humano”.
En este sentido, el autor va más allá y recuerda que “la introducción del aprendizaje social y emocional en el sistema educativo no puede retrasarse ni un año más”, ya que “la gestión de las emociones es un requisito imprescindible en la reforma educativa porque la intuición ocupa más en los circuitos cerebrales que la propia razón”, ha defendido Punset en declaraciones a Servimedia.
Asimismo, el autor arremete contra el sistema sanitario actual y defiende “las políticas de prevención” sobre las “políticas de curación”, que en su opinión estas últimas “están a años luz de lo que deberían ser”, y subraya la importancia de hacer ejercicio físico, cuidar la dieta y saber disfrutar de lo que tenemos. Además, Punset apuesta por la prevención, cuyas políticas considera un “arsenal virgen a explotar” y anuncia que el desarrollo de éstas “reducirían las futuras demandas de prestaciones sanitarias, educativas o de trastornos mentales”.
Precisamente, respecto a la enfermedad mental, la soledad y la exclusión social afirma que su causa radica en el desprecio de uno mismo y en que estas personas “creen que hacen las cosas mal constantemente”. Respecto a este tema, Punset defiende que la sociedad tiene que “dejar de subestimar a las personas que padecen estos problemas”, que hay que saber que “la exclusión social, según la neurociencia, provoca en el cerebro la misma reacción que el dolor físico” y que “hasta ahora no se ha hecho casi nada por ellos, cuando hay un campo enorme para las políticas de innovación, que hagan frente a estas dolencias”. Según los datos aportados por Punset, estos trastornos “afectan al 24% de la población y en España a 2,5 millones de personas” y la mejor solución para ellos, mucho mejor que los fármacos “son los amigos”, asegura.
De hecho, Punset arremete contra las terapias para combatir la depresión, la tristeza, el estrés o la discapacidad mental, ya que, en su opinión “salvo darles estupefacientes y proporcionarles tratamiento con antidepresivos, se hace muy poco por ellos”. Sin embargo, Punset también se muestra esperanzado y siente un “horizonte muy cercano en el que será posible gestionar lo más recóndito del corazón, del cerebro y de los músculos”.
LA INTUICIÓN
Por otra parte, el autor catalán ha reiterado la importancia de la intuición y lo que el inconsciente dice en contraposición del llamado “pensamiento racional y consciente” porque la intuición “es una fuente del conocimiento tan válida como la razón” y “uno de los puntales sobre los que se asienta el nuevo universo cultural”, ha declarado. Relacionado con este tema, Punset aboga por renunciar definitivamente al “dogmatismo” para aceptar el principio de incertidumbre “como práctica cotidiana” y anima a que cuando se intuya algo se compruebe y “si funciona, aplicarlo hasta que alguien venga a demostrar lo contrario”, explica.
‘El sueño de Alicia’ es una obra llena de respuestas, pero “sobre todo de preguntas abiertas” en la que se abre la puerta a “la esperanza y el futuro” mediante la conversación de Alicia y Luis que encarnan una historia en la que ciencia y emoción acaban confluyendo, una historia con dos personajes principales ya predestinados: el conocimiento y la vida.
Mediante las experiencias y las teorías científicas y humanísticas de grandes sabios e investigadores como Oliver Sacks, Daniel Schachter, Richard Gregory, Abraham Marlow o Antonio Damasio, entre muchos otros, Punset consigue desvelar los últimos estudios sobre los universos paralelos, cuáles son los motores que impulsan la memoria, el valor de la experiencia, la sociabilidad del cerebro humano, la plasticidad cerebral o el proceso de aprendizaje, entre otros muchos temas.
Además, Punset ha explicado a Servimedia que “nuevamente, estamos pidiendo a los jóvenes que reconduzcan la manada” y que, justamente, toda la teoría de las redes sociales redunda en esta idea porque “el conocimiento se transforma en innovación y hace al hombre un ser invencible precisamente gracias a ellas”.

Por último, Punset reclama más atención en descubrir “si hay vida antes de la muerte” en lugar de estar tan interesados en saber si hay vida después de ella, ya que, gracias a que la esperanza de vida aumenta en dos años cada ocho, “hay que pensar qué haremos con los mayores, cómo vamos a incorporarles a la sociedad del conocimiento” y ello pasa, afirma el autor, “por la 

Caramelos

Autor: Eduard Punset 31 mayo 2009
La pregunta sería: ¿podremos predecir, en función de su capacidad para controlar sus impulsos, cómo se comportará un niño cuando sea adulto? Si le digo a un niño que de los dos caramelos que dejo en su mesita ya puede contar con uno, pero que si es capaz de esperar 15 minutos a que yo vuelva le daré los dos, ¿qué pasa entretanto en su cerebro? ¿surge alguna correlación entre la decisión de no esperar ahora y los suspensos cuando lleguen a la universidad? ¿Los éxitos profesionales de los adultos, por el contrario, se pueden rastrear por la fuerza de voluntad que les permitió cuando tenían cuatro años esperar a que volviera la profesora y ganar así dos caramelos en vez de uno?

Walter MischelEl psicólogo Walter Mischel, de la Columbia University de Nueva York, desarrolló el experimento de los dulces y siguió a los niños del experimento a lo largo de 20 años. Mischel estará en Redes el domingo 21 de junio.
Claro, ya lo sabemos. Hay que ser prudentes. Una cosa es relacionar dos fenómenos distintos y otra muy diferente es sacar conclusiones precipitadas sobre los nexos de causalidad entre uno y otro fenómeno. Es perfectamente imaginable que exista una correlación entre la falta de voluntad ahora y una vida desastrosa cuando se alcanza la mayoría de edad. Que exista una correlación, pero no necesariamente un nexo de causalidad. Que lo primero no provoque lo segundo. Eso es lo que les diría un científico precavido y preocupado por lo que dirán los demás de sus hallazgos. Pero a mi edad ya no soy tan precavido como antes y me importa algo menos lo que dirán los demás de lo que estoy descubriendo. Quiero, pues, que mis lectores se enteren de un hallazgo fascinante que ha costado algo así como 40 años comprobar y que está lleno de implicaciones para el futuro de la educación.
El experimento que está en la base de lo que estoy sugiriendo empezó realmente hace 40 años. Se tenía a los niños encerrados con sus dos caramelos en una habitación y se los vigilaba por el hueco de una cerradura de vez en cuando. Hoy, claro está, se los filma permanentemente y hemos podido descubrir así la verdadera agonía que sufren algunos de los niños enfrentados a dominar sus instintos más primarios. Por otra parte, ahora también se intenta observar lo que pasa en su lóbulo mediano central –entre las dos cejas–, con imágenes de resonancia magnética. El experimento ha confirmado intuiciones u observaciones interesantísimas sobre la importancia de la evolución cerebral a esas edades. Por ejemplo, no pretendan que un niño de tres años pueda distinguir entre pasado y futuro pero la dimensión del tiempo se dibuja clarísimamente a partir de los cuatro años.
Dejemos de lado la precaución a la que me refería antes para no confundir coincidencia y causalidad. La verdad es que, en promedio, después de un seguimiento sistemático efectuado durante 20 años es muy difícil negar que los niños de cinco años proclives a dejarse llevar por el impulso de comer el dulce siguen sin saber reprimir sus instintos cuando alcanzan la adolescencia; sus notas académicas son peores que las de aquellos que supieron dominar sus impulsos más primarios; son más infelices y están provocando mayor desasosiego a su alrededor.
Hablando en plata, estamos por fin descubriendo los trucos a que recurren los niños para controlar sus impulsos –distraerse, darse la vuelta ignorando el caramelo tentador, entre otras estratagemas– o, lo que es lo mismo, la prioridad que deberíamos otorgar al aprendizaje emocional. La ciencia está corroborando ahora que la gestión de las emociones básicas y universales debería preceder a la enseñanza de valores y, por supuesto, de contenidos académicos. Les va, a los niños, su vida de adultos.
Vídeo en el que se reproduce el experimento ideado por Mischel.

Bandura

Demostrado: los niños aprenden a ser violentos de los adultos

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Os muestro, en esta ocasión, imágenes de otro famoso experimento psicológico que demuestra quelos niños aprenden a ser violentos de los adultos y si nosotros somos violentos y agresivos enseñamos a nuestro hijo a serlo.
Se trata del experimento con el muñeco Bobo de Albert Bandura, en el que demuestra que, mostrando al niño conductas violentas se puede conseguir que sea violento él mismo.

El experimento del muñeco Bobo

Bandura es un psicólogo ucraniano-canadiense de tendencia conductual, profesor de la Universidad Stanford, y uno de los psicólogos más famosos y citados de todos los tiempos. Su trabajo se ha centrado en el aprendizaje social, la teoría social-cognitiva y la psicología de la personalidad. Es además creador de la categoría de autoeficacia.
Pero quizá por lo que es más conocido es por este experimento sobre la violencia y la manera en la que los niños la aprenden: el experimento del muñeco Bobo.
Bandura quería demostrar sus teorías sobre la adquisición de conductas sociales como la violencia o la agresividad. Proponía que los patrones agresivos se producen desde y en la infancia por la imitación que los niños hacen de lo que sus modelos realizan (sus padres, hermanos, compañeros, maestros o en los medios de comunicación).
Utilizó para su experimento al muñeco Bobo, un muñeco relleno de aire pero que recupera la posición vertical al ser golpeado. Bobo tiene la cara de un payaso.
Tomó un grupo de niños en edad preescolar y los dividió en tres subgrupos. El primero vió como un adulto golpeaba al muñeco, el segundo al adulto sin agredir al muñeco y jugando con otras cosas y el tercero no vio nada, sirviendo de grupo de control.

Las hipótesis de Bandura

Bandura planteó sus hipótesis: los niños que hubieran visto las agresiones atacarían al muñeco, los que vieron juegos pacíficos no le atacarían, e incluso serían más pacíficos que el grupo de control (en esto no acertó, ambos grupos fueron igualmente pacíficos). También pensó que los varones serían más violentos y que el sexo del adulto influiría en que fueran los niños de su mismo sexo los que copiasen su conducta.

Resultado: los niños aprenden la violencia de los adultos

Acertó en casi todo. Los que habían visto el modelo agresivo lo imitaron, tanto verbal como físicamente, siendo las agresiones verbales las que más posibilidades tenían de ser copiadas. Es decir, si usamos insultos y vejaciones verbales los niños van a actuar de ese modo con otros. También, si los exponemos a la violencia ellos la van a copiar y reproducir.
Fue también evidente que los niños copiaban a los adultos de su mismo sexo en mayor proporción y que, en general, las conductas agresivas y violentas eran más comunes en los varones.

Los niños aprenden la violencia por imitación

Hay que destacar que estos comportamientos se produjeron por imitación, no había premios ni castigos, tan gratos al conductismo, que modificaran la conducta de los niños. Los niños, sencillamente, aprendieron de los modelos adultos los comportamientos “adecuados”.
No es necesario usar técnicas conductistas en la crianza y la educación de los niños (aunque sirvan para manipularlos) si los adultos son modelos buenos, y no enseñan a los niños violencia ni permiten que sean expuestos a ella. Podemos matizar que los niños muy pequeños pueden no saber canalizar o expresar sus emociones negativas, pero ahí está el adulto para educar de verdad con ejemplo y empatía, a la vez que cuida mucho de averiguar si el niño recibe modelos violentos del entorno.
Igualmente, hay que señalar, que en los niños no solo influyen sus padres, aunque sea el entorno familiar el más importante. El chantaje emocional es otra forma de violencia que los niños experimentan y que no debemos olvidar tampoco.
También, si creemos que nuestros hijos merecen no aprender a ser violentos, debemos exigirnos poner los medios para que nuestros hijos no aprendan violencia de la televisión, otros niños con comportamiento agresivos, la escuela, los maestros o miembros de la familia extensa que pueden seguir recurriendo a humillaciones, gritos, insultos, chantajes o azotes para criar o educar.

Demostrado: la violencia se aprende

El experimento del muñeco Bobo de Bandura demuestra que los niños aprenden a ser violentos de los adultos y de su entorno. Si no exponemos a los niños a la violencia, no somos agresivos verbal, emocional o físicamente con ellos, los niños no van a ser agresivos.
La responsabilidad del mal comportamiento es nuestra y es evidente que las conductas de los padres en el ambiente familiar o el entorno social y escolar van a reflejarse en la conducta de los niños.
Los adultos y el entorno hacen a los niños violentos. Cambien a los adultos, no castiguen a los niños con técnicas conductistas. Lo que los niños necesitan es ser respetado y vivir en un ambiente pacífico, no que les hagan más daño por algo que los adultos les han enseñado a hacer.

Cinco experimentos psicológicos muy famosos que hoy nos asustarían

La imagen clásica del psicólogo es la de un señor con bigote o barba, un tanto excéntrico, que habla a sus pacientes desde un cómodo sillón
Foto: El psicólogo Russell Willett se somete a un experimento de control mental en un programa de televisión. (Corbis)
El psicólogo Russell Willett se somete a un experimento de control mental en un programa de televisión. (Corbis)
FECHA
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    La imagen clásica del psicólogo es la de un señor con bigote o barba, un tanto excéntrico, que habla a sus pacientes desde un cómodo sillón orejero mientras fuma en pipa. Su consulta tiene muebles antiguos, muchos libros y, quizás, algún que otro cráneo; pero no es el único lugar donde trabaja. El señor en cuestión, además de tratar a sus ricos pacientes, realiza extraños experimentos en los sótanos de la universidad.  
    Ahora que las consultas de los psicólogos están dominadas por muebles blancos de Ikea y jardines zen parece que el tiempo en que se hacían extraños experimentos ha quedado muy lejos pero, aunque a medida que avanzaba el siglo XX  fue cambiando la visión de lo que se podía y no se podía hacer en las investigaciones psicológicas, la regulación deontológica de la profesión no fue completa hasta mediados de los 70.  
    Muchos estudios psicológicos relevantes serían imposibles de realizar hoy en día debido a los modernos estándares éticos
    Hoy en día todos los colegios y asociaciones de psicólogos cuentan con su propio código ético que prohíbe expresamente –tal como recoge el Código deontológico del Consejo General de la Psicología de España– que las investigaciones psicológicas produzcan en la persona  “daños permanentes, irreversibles o innecesarios para la evitación de otros mayores”.  El engaño, habitual en numerosos experimentos, también está regulado, cuando no prohibido en muchas asociaciones.
    Estos 10 experimentos fueron grandes hitos de la investigación psicológica, nos ayudaron a entender numerosas cuestiones sobre nuestro comportamiento pero ni el más insensato de los psicólogos los pondría en marcha hoy en día.
    El experimento del Pequeño Albert  (1920)
    Una de las fases del experimento del pequeño Alberto.
    En 1920 el psicólogo de la Universidad Johns Hopkins John B. Watson trató de demostrar empíricamente que el condicionamiento clásico –más conocido como el condicionamiento Pávlov, pues fue demostrado por primera vez en un animal de manos del fisiólogo ruso Iván Pávlov– también funcionaba en humanos.
    Al igual que Pávlov logró que su perro salivara al oír una campana, pues asociaba el sonido de ésta con la llegada de la comida, Watson trató de que un niño asociara las ratas con el golpe de un martillo sobre una lámina metálica, sin pensar en el trauma que podía crearle.
    El pequeño Albert, que así se llamaba el niño, tenía tan sólo 11 meses y tres días cuando se inició el experimento. Tras comprobar que el bebé no tenía ningún miedo natural a las ratas, pero sí a los sonidos estridentes, empezaron a dejarle sólo en compañía del roedor mientras sonaban los martillazos. Después de varios ensayos, la sola presencia de la rata provocaba auténtico pavor en el niño, que desarrolló fobias, también, a los perros, la lana o las barbas, cuya textura asociaba al pelo de la rata.
    La intención de Watson era proseguir el experimento para hallar la forma de eliminar en el pequeño Albert el miedo condicionado –aunque no tenía ni idea de cómo iba a lograrlo– pero la madre del niño, asustada ante lo que habían hecho, se negó a volver a dejar al niño en manos del psicólogo. Albert murió a los seis años, víctima de una enfermedad que nada tenía que ver con el experimento, y nunca sabremos si sus fobias habrían perdurado hasta la edad adulta.
    El estudio Monstruo (1939)
    Wendell Johnson
    El psicólogo de la Universidad de Iowa Wendell Johnson (en la foto) trató de averiguar las razones por las que los niños tartamudeaban experimentando con un grupo de huérfanos. El psicólogo seleccionó a 10 niños tartamudos y otros 12 que hablaban perfectamente y los mezcló en dos grupos. Uno de los grupos recibió un refuerzo positivo –se les decía a los niños que iban a superar la tartamudez, que no debían sentirse mal, que era normal…– y el otro recibió un castigo, independientemente de que los niños fueran o no tartamudos –se les decía que era una vergüenza, que debían detener su comportamiento inmediatamente, que no debían hablar si no lo hacían correctamente…–.
    Muchos de los niños participantes en el estudio siguieron arrastrando secuelas hasta la edad adulta
    Mary Tudor, una estudiante de Johnson, fue la encargada de llevar a cabo el experimento, y recogió en sus notas que, pasadas cinco sesiones, los resultados eran evidentes: muchos de los niños del grupo "castigado" que hablaban bien antes ahora se negaban a hacerlo y mostraban dificultades, mientras que los niños del grupo de refuerzo positivo mejoraron notablemente.
    Los compañeros de Johnson fueron tremendamente críticos con su experimento, al que bautizaron como “Estudio Monstruo” y le convencieron para que lo interrumpiera y lo ocultara. Tras finalizar el experimento, Tudor siguió visitando el orfanato para atender a los niños a los que había vuelto tartamudos, pero muchos siguieron arrastrando secuelas hasta la edad adulta.
    En 2001, después de que el diario Mercury News publicara un artículo que denunciaba los traumas psicológicos que todavía sufrían los participantes en el experimento, la Universidad de Iowa pidió perdón públicamente y le cambió el nombre a su clínica de logopedia y foniatría, bautizada en honor a Johnson. En agosto de 2007 seis de los huérfanos participantes en el experimento fueron indemnizados por el estado de Iowa con 925.000 dólares, debido a los daños emocionales provocados.
    El experimento de Asch (1951)
    El psicólogo polaco Solomon Asch fue uno de los pioneros de la psicología social. En uno de sus más famosos experimentos pidió a un grupo de estudiantes que identificaran en unas fichas, como las que ilustra este texto, la línea de la carta de la derecha cuya longitud es igual a la de la carta de referencia, a la izquierda. Parece fácil y, de hecho, lo es. Pero ¿qué contestaríamos si el resto de los participantes del experimento eligieran al unísono otra opción?
    El experimento de Asch fue uno de los primeros que aporto evidencia empírica a las teorías sobre el comportamiento de masas
    Asch trataba de comprobar el poder de la conformidad. Por ello, entre los grupos de 7 a 9 estudiantes que participaron en el experimento sólo un individuo, el sujeto crítico, actuaba conforme a su propio criterio. El resto de los participantes eran cómplices y, a medida que pasaban las tarjetas, cambiaban su elección según el criterio de Asch, previamente establecido. Al principio, contestaban correctamente, pero después empezaban a contestar de forma errónea. Esto hacía que los sujetos verdaderos desarrollaran un profundo malestar y acabaran escogiendo la opción incorrecta el 36,8% de las veces, aunque sólo cuando los cómplices estaban presentes.
    El experimento de Asch fue uno de los primeros que aportó evidencia empírica a las teorías sobre el comportamiento de masas y el conformismo del grupo, pero es probable que hoy no se hubiera podido realizar de la misma forma, pues los códigos deontológicos de las investigaciones psicológicas no permiten engañar a los participantes sin su conocimiento previo, sin informar, al menos, de que existe esa posibilidad, algo que habría arruinado el experimento.
    El experimento de Robber´s Cave (1954)
    Dos de los niños participantes en el experimento de Robber´s Cave. (Muzafe Sherif)
    Muzafer Sherif, uno de los fundadores de la psicología social, ideó este experimento junto a su mujer, Carolyn Sherif, para estudiar el origen de los prejuicios en los grupos sociales. El estudio se desarrolló en un campamento de los boy scout situado en el Parque Estatal de Robber´s Cave, en el que participaron 22 adolescentes varones de 11 años de edad. Los jóvenes fueron divididos en dos grupos desde el inicio mismo del campamento.
    En cuanto la cooperación se hizo necesaria las hostilidades cesaron y los grupos se entrelazaron hasta la práctica fusión
    Durante una primera fase se consolidó la formación de los grupos, que ni siquiera sabían de la existencia de otros niños, y se consolidaron espontáneamente jerarquías sociales internas. Los niños pusieron nombre a cada uno de ellos: The Rattlers The Eagles. Tras esto, los investigadores –camuflados como monitores del campamento– empezaron a crear fricciones entre los grupos, a base de competencias deportivas ygymkanas. La hostilidad entre los grupos se hizo patente enseguida y, de hecho, la segunda fase del experimento tuvo que zanjarse antes de lo previsto por problemas de seguridad. En la tercera fase Sherif introdujo tareas que requerían la cooperación de ambos grupos: desafíos que necesitaban resolver ambas partes, como un problema de escasez de agua o un camión atascado en el campamento. En cuanto la cooperación se hizo necesaria las hostilidades cesaron y los grupos se entrelazaron hasta tal punto que los niños insistieron en volver a casa en el mismo autobús.
    El estudio es uno de los más citados de la historia de la psicología social y fue un auténtico éxito, pero hoy en día jamás se aprobaría su realización: los niños no fueron informados de su participación en el experimento y fueron engañados del principio al fin del mismo.
    El experimento de Milgram (1961)
    Stanley Milgram con su máquina de electrocutar falsa.
    Stanley Milgram con su máquina de electrocutar falsa.
    En julio de 1961, el teniente coronel nazi Adolf Eichmann, responsable directo de la solución final en Polonia, fue sentenciado a muerte en Jerusalén. Como muchos de los militares nazis, Eichmann alegó que no sabía lo que estaba haciendo, pues sólo se limitaba a seguir órdenes. Al psicólogo Stanley Milgram, de la Universidad de Yale, le asaltaron entonces varias preguntas: ¿podía Eichmann estar diciendo la verdad? ¿Eran los militares nazis conscientes de lo que hacían? ¿Puede una persona normal cometer barbaridades sólo porque la autoridad se lo ordena?
    Para averiguar el papel que juega la obediencia en nuestro comportamiento Milgram diseño un experimento en el que participaban tres personas: un “investigador”, un “maestro” y un “alumno”. Los “maestros” fueron reclutados a través de un anuncio en el que se pedían voluntarios, remunerados, para participar en un “estudio de la memoria y el aprendizaje”. Los “alumnos” eran estudiantes de Milgram, compinchados.
    Al comenzar el experimento el “investigador”, un colaborador de Milgram, se reunía con los dos participantes del estudio y les hacía creer que estaba repartiendo los roles al azar. Tras esto, explicaba al “maestro” que cada vez que el “alumno” contestara erróneamente una pregunta tendría que apretar un botón que le provocaría una descarga eléctrica. Cada vez que el “maestro” castigaba al “alumno” éste simulaba que se retorcía de dolor. A medida que avanzaba el experimento, el "investigador" iba pidiendo al "maestro" que aumentara la potencia de las descargas y el "alumno" iba elevando su interpretación, golpeando el cristal que le separaba del "maestro", pidiendo clemencia, alegando su condición de enfermo del corazón, gritando de agonía y, a partir de cierto punto (correspondiente a 300 voltios), fingiendo un coma.
    Milgram y sus compañeros pensaban que la mayoría de los “maestros” se negarían a continuar en el experimento pasado cierto punto, pero descubrieron que la insistencia del investigador para que siguieran aplicando las descargas tenía un tremendo efecto sobre los sujetos: el 65% de los participantes llegaron a aplicar la descarga máxima, aunque se sentían incómodos al hacerlo, y ninguno se negó rotundamente a aplicar las descargas hasta alcanzar los 300 voltios.
    El experimento fue todo un éxito a nivel académico y dio pie a decenas de investigaciones, pero fue muy criticado por lo poco ético del mismo, algo que se puso de manifiesto dada la grabación de un vídeo documental sobre todo el proceso. Los resultados del experimento, y las reflexiones sobre este, fueron sintetizados por el propio Milgram en su libro Obediencia a la autoridad (1974), un clásico absoluto de la psicología social. 
    ALMA, CORAZÓN, VIDA
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